Espectros en la noche

Las luces se apagan y Ana aferra con temor los bordes de su acolchado, hundiendo su rostro en él hasta que apenas asoman sus pestañas. Las tablas de madera crujen bajo el peso de los pies de su padre, a medida que éste se aleja hacia su dormitorio. Cierra los ojos con fuerza y empieza a rezar, tal como le habían enseñado en el colegio. Le pide a la Virgencita buena que no la abandone, que esa noche habrá tormenta y sabe de sobra lo que sucede cuando los truenos empiezan a rugir en el firmamento.

Muchas veces le dijeron que no debía tenerle miedo a la oscuridad, que los monstruos malos no existen, que lo más temible que se puede encontrar dentro del ropero es un sweater agujereado por lepidópteros. Sin embargo, ella sabe que la realidad dista mucho de aquello. Los ha escuchado, arrastrándose por el suelo, susurrando su nombre con un tinte gélido en sus voces espectrales, que hubiese erizado el vello de la nuca del superhéroe más valiente.

Las agujas del reloj avanzan, inexorables, reduciendo la distancia que las separa de las doce campanadas de medianoche. Un trueno se escucha en la lejanía. Ana siente el suave chirrido de la puerta de la cocina al cerrarse y hunde aún más su rostro entre las sábanas. Se convence de que es su hermano, que probablemente está por irse a dormir. No tarda en escuchar sus lentos pasos subiendo por la escalera, se tranquiliza ante la idea de que si él aún está deambulando por la casa, los monstruos no vendrán a lastimarla. El eco de los zapatos golpeando los peldaños de la escalera se apaga. Se escucha un último estruendo proveniente del cielo y la casa vuelve a sumirse en el más profundo silencio.

Ana no lo nota, pero el tictac del reloj ha dejado de escucharse y, cuando las agujas marcan las doce, ninguna campanada suena.

Las primeras gotas de lluvia comienzan a repiquetear contra el techo de chapa. Progresivamente, el sonido se hace más fuerte. Ana está casi sumida en el mundo de sus sueños cuando su hermano se acerca a darle el beso de las buenas noches. Siente su frío tacto acariciándole la mejilla, sus dedos recorriéndole el cabello. Todo estará bien, Ana, duerme ya, lo escucha murmurar con su voz áspera y gastada. La niña se tranquiliza y se aferra a él con sus pequeñas manitos, sintiéndose segura.

La tormenta sigue por largas horas, pero Ana duerme tranquila sabiéndose acompañada. Los monstruos no la acosarán esa noche. A la mañana siguiente, cuando sus padres van a despertarla, le preguntan si no se ha asustado por los truenos y la lluvia, a lo que ella responde que no ha tenido nada que temer, pues su hermano había estado allí con ella.

En su inocencia, Ana no percibe el preocupado cruce de miradas de sus padres. ¿Cómo podría hacerlo, si desconocía que la persona que había creído que la acompañaba llevaba un año muerta?

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