Las gotas de lluvia caían inexorables sobre el cemento de la Av. 9 de Julio, mientras su mirada se perdía a través de la cortina de agua, buscándolo con el desasosiego de un náufrago sediento que ha perdido el rumbo en un océano salado. Sus pies marcaban el compás de su aquejada impaciencia, como un metrónomo olvidado en una vieja sala de música que ya nadie visitaba.
Lo recordaba de un sueño añejo, de esos sueños empolvados en que los anhelos se confunden con las verdaderas memorias, estando casi convencida de poder asegurar su existencia como quien afirma que a la noche le sigue la mañana. Recordaba su aroma a sábanas cálidas, su tacto áspero y su aliento a café de media mañana. Recordaba sus brazos envolviéndola en la oscuridad de la noche, deseosos de fundir sus dedos con sus pechos y desaparecer en ellos, renaciendo entre sus piernas al despuntar el alba. Lo recordaba vivo en cada una de las melodías que se dibujaban en la soledad de su cama.
Sin embargo, los segundos pasaban e instalaban la duda en cada uno de sus pensamientos, devastando la seguridad que paulatinamente dejaba de caracterizarla. Las gotas que rodaban por sus mejillas y caían sobre la vereda transformándose en charcos de lágrimas, ya habían pasado a ser caudalosos ríos que seguían el curso de las baldosas agrietadas hasta perderse en las alcantarillas.
Se hizo consciente de que su realidad distaba mucho de lo que anhelaba. Aquella excelsa presencia era sencillamente una creación de su mente, que al ser aquejada por las penurias de su vida, había optado por recrear una nueva existencia, más alegre, más perfecta.
Con la pesadumbre de quien se sabe derrotado, exhaló un último suspiro dedicado a aquel recuerdo que jamás había existido, que pronto se convertiría en una herida más en el escabroso rincón de sus memorias olvidadas…
Y se marchó.
Sus pies se perdieron a la vuelta de la esquina en el preciso instante en que él se aproximaba por el extremo opuesto de la manzana, sudoroso y agitado, pero enarbolando esa sonrisa radiante que tanto lo caracterizaba. Se frenó en seco al encontrar el punto de encuentro vacío, desprovisto de la luminosidad que le hubiese otorgado aquel rostro amado que tanto esperaba vislumbrar. Recorrió el sitio con sus ojos de zafiro, con la mirada desconcertada. Ella no estaba. El tenue aroma de sus cabellos castaños, que aún persistía en el aire, le hizo comprender que su partida había sido reciente, resultando esto no menos doloroso. No sólo no estaba… Ella se había ido.
Las piernas le flaquearon y sus rodillas chocaron contra el suelo, mientras su corazón se quebraba en mil pedazos al comprender que ahora estaba solo. Si bien podría haber salido en su busca, tomó la decisión de permanecer allí por el tiempo que le llevara a ella regresar. Tenía la certeza de que algún día lo haría, y era necesario que cuando así lo hiciera, él estuviera ahí esperándola, como ella lo había hecho primero.
Sin embargo, nunca regresó. No se había ido muy lejos tampoco. Deambulaba -y así lo haría por el resto de su vida- en torno a aquel lugar, sin atreverse a asomarse a aquella esquina por miedo a seguir viéndola vacía. Pero también con la esperanza ya marchita de que algún día él finalmente fuera a buscarla y sus caminos se cruzaran allí, al albor del lugar en donde podría haber saciado aquel mismo día todas sus angustias si tan sólo se hubiese atrevido a asomarse una vez más, o si él hubiese hecho sus miedos a un lado para lanzarse detrás de los últimos vestigios de su perfume.